sábado, 21 de febrero de 2009

*Todas las mañanas, en cuanto Constantino escucha mi despertador, me llama desde el otro lado de la puerta, entonces, aún dormida, me estiro hasta alcanzar el picaporte y lo dejo entrar. Se sube a la cama ronroneando y enseguida elige uno de mis dedos para chuparlo como un bebé y nos quedamos un rato así, hasta que ya no me queda tiempo y debo levantarme para ir a la oficina. Mi cama me queda grande; hay días o noches en que me acuesto a lo ancho, o estiro mi cuerpo en una de las diagonales.


Hay candombe en mi barrio y escucho los tambores como si estuvieran dentro de mi habitación. Quisiera dormirme escuchándolos y que ese sonido me transporte a un sueño hermoso de carnaval; que esa música me llene de alegría y de colores y de aromas y de brisa cálida.

Ya no quiero pensar. Pensar puede ser una tortura, un castigo intolerable, un íntimo infierno en el que ni siquiera está Dante para recitarnos algunos versos. *

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